domingo, 29 de octubre de 2017

Polos opuestos.



Sus ojos se dirigieron hacia ella desde el primer momento. Se fijó en su silueta primero y después fue percatándose de todos y cada uno de los detalles que conformaban ese cuerpo menudo de apariencia un tanto extraña en ese lugar.

Él encendió uno de los cigarrillos que llevaba en el bolsillo y se apoyó contra la puerta entornada de ese bar del que acababa de salir. Hacía frío y eran más de las once de la noche. En cuanto le dio la primera calada a ese pitillo, el cuerpo del joven quedó rodeado de un fino halo formado por humo.
Ella lo miró de reojo, tan sólo un segundo y ese gesto hizo que él sonriera. Nunca había tenido más sentido la frase: «¿qué hace una chica como tú en un sitio como este?». Estaba sola, sentada en un banco en mitad de la calle oscura y parecía esperar a alguien. Alguien que no llegaba.
Chicas como ella no solían andar por esa zona de la ciudad y si lo hacían sólo era montadas en coches caros, con sus padres o sus amigas y sin mirar demasiado por fuera de la ventanilla. Nadie quería encontrarse de frente con algo que no quería ver.

Llevándose el cigarro a los labios una vez más, él la examinó sin disimulo alguno. Era muy evidente que ella sentía sus ojos clavados en su figura, por lo que trataba firmemente de no mirarlo, llevando su vista al suelo o al otro lado de la calle. Apenas los separaban unos metros, se encontraban suficientemente cerca para que él pudiera distinguir las uñas de ella, largas y pintadas de rosa. Llevaba ropa cara, un abrigo cálido y de color gris. Estaba convencido de que ese abrigo había sido combinado con el color de los zapatos y de su bolso de manera deliberada, tras varios minutos de dura indecisión. Ese pensamiento hizo que volviera a reírse en silencio, momento en el que ella lo miró una vez más, apartando la vista tan sólo un instante después al encontrarse con sus ojos.
Su rostro era bonito, casi infantil, a pesar de que probablemente rondaba los veinte años. De todas formas eso no era seguro, con esas pijas nunca se sabía si tenía quince años o treinta y cinco. El cabello rojizo estaba recogido a media cabeza con un lazo, hacía años que él no veía a una chica llevando un lazo, quizás desde el colegio.

Se permitió el lujo de estudiar también sus rasgos finos, con una barbilla afilada y unos pómulos altos. En un principio no lo había advertido, pero sus ojos eran de color verde claro, algo igual que el lazo de su cabello. Seguro que eso tampoco era casualidad.
Le habría gustado ver su cuerpo, saber qué forma tenía si se encontraba de pie, averiguar si su aspecto también ofrecía curvas escondidas debajo de los pliegues del abrigo, o quizás unas piernas más que interesantes. Aun así no pudo fijarse en esos detalles, pues se hallaba sentada con las piernas cerradas y su bolso apretado en el regazo.

La chica miró hacia su reloj de muñeca y sus pies, enfundados en elegantes botas de tacón, temblaron con nerviosismo —y con algo de frío—. Quizás la habían plantado y quienquiera que fuera la persona que estaba esperando no iba a llegar.
A lo mejor era su presencia lo que la estaba poniendo nerviosa… pero él no era el extraño en ese lugar, él se había criado en esas calles, llevaba sus veintitrés años sin moverse de ese lugar. Era ella la recién llegada, la forastera.

Exhalando humo una vez más, jugó a imaginarse que ella era de esas personas que había visitado Italia, Suiza y los Estados Unidos. Sí, veía en su cara que nunca había pasado necesidad y que su vida tampoco había resultado muy difícil.
Quizás le tenía miedo. ¿Pensaría que iba a acercarse a robarle o que intentaría molestarla? Él sabía de sobra cuál era el modo en el que las mujeres de su clase lo miraban, fijándose con desdén en su ropa simple, en sus zapatillas rotas. Pero a él no le importaba; total, esa clase de chicas no le interesaban.
Nunca le había costado trabajo conseguir una muchacha: era alto, fuerte, con el cabello oscuro y los ojos azules, poco comunes. No solía alterar su semblante serio y hablaba con voz tranquila y pausada. Llamaba la atención, era consciente, pero aun así nunca pretendía ser alguien que en realidad no era.
El joven se llevó el cigarro a los labios una última vez, inspirándolo y dejando que el humo saliera después y lo envolviera. La chica miró el reloj y apretó los labios con desagrado. Definitivamente, la persona con la que había quedado no iba a aparecer y acababa de comprenderlo.

Él procedió a observarla durante unos últimos segundos. Era diferente a las chicas que él conocía, sabía que eso era verdad. No sólo era una niña pija, eso estaba claro. Podía verlo con sólo mirarla un instante, ella era una… una señorita, sí. No era pretensión ni falsedad, sino genuinamente distinta. Contraria a él, como si fuera de otro mundo. Como si fuera inalcanzable.

La joven pelirroja también lo miró una última vez y en esta ocasión sus ojos no se retiraron al instante con evidente sonrojo, sino que le sostuvo la mirada. La piel de él se puso de gallina y durante un segundo, tan sólo un segundo, se imaginó cómo sería acercarse, hablarle, tocarla… Su mente evocó la sensación de cómo sería acariciar su piel, ¿sería suave? ¿olería como las demás chicas que él conocía? Se preguntó cómo sonaría su voz y su forma de hablar, trató de imaginar cómo sonaría un suspiro o un susurro en su oído.
Logró despertar de esa extraña imagen un momento después y se pegó aún más a la puerta de ese bar. Al final fue él quien apartó la mirada de ella, sintiéndose vulnerable por primera vez desde que la había visto. Una idea estúpida acudió su mente, ¿había podido leer esa muchacha en sus ojos lo que estaba pensando?

Decidió no darle vueltas. Ni siquiera se había permitido imaginarlo: las chicas como ella nunca se fijaban en los tíos como él. Eran casi de otra especie, ella era suave y tenue mientras él era afilado, rudo.

Lo rechazaría si intentaba hablar con ella, lo miraría con desprecio y eso no era algo por lo que él tuviera que sentirse mal. El mundo era así, las personas también.

Sin observarla de nuevo, él abrió la puerta del bar y se introdujo dentro del local.

No quería pensar ni una vez más en esa joven del banco, ni preguntarse si alguien había llegado a buscarla al final. Agarró de nuevo su bebida y habló con sus amigos, riéndose y participando en la conversación cuando tenía que hacerlo. Su mente se mantuvo ocupada, aunque de vez en cuando, sin siquiera ser consciente de ello, dirigía su vista hacia la puerta y esperaba verla entrar al lugar, con su abrigo gris y su melena pelirroja. Lo hizo durante toda la noche pese a saber que ella no aparecería por allí... que no era esa clase de chica.


V.M. Cameron